La confianza es una palabra demasiado extraña en el mundo del espionaje. Nadie está a salvo de la sospecha. Ni en la negligencia, ni en caso de infiltraciones. La guerra fría está en su apogeo y los héroes no existen. Sólo vidas atormentadas, trayectorias destrozadas, decepciones aseguradas y encontronazos continuos con la nada. La indiferencia aparente llega a ser una herida que supura rencores y desprecia amistades.
El fracaso está servido. Sólo queda atrapar al que habla más de la cuenta.
Un papel que no debería estar en una cartera es un movimiento decisivo en una partida de ajedrez en el que la dama parece sostener los hilos. Los agentes manejados como marionetas que son eliminados del servicio en cuanto se rompe la lógica. Las miradas se suceden y la lata de gusanos sólo puede abrirse desde fuera. Dentro hay demasiadas ratas merodeando en los más bajos instintos, en los más sucios secretos, en la determinación de esconder sin ser descubierto. Espías que hurgan en las cloacas para saber dónde hay fugas. Pero el hedor de la traición no deja de saturar el aire viciado que se forma cuando nadie dice la verdad.
Para lograr los propósitos de la infamia, no se duda en sacrificar vidas, en dejar a su suerte a enviados especiales, en pagarse favores con magnánimos desprecios. Lo confidencial comienza a convertirse en algo tan prescindible que la evidencia resulta un mero disfraz. Los gestos amargos se confunden de continuo con el rostro de la impasibilidad y nadie se acuerda ya de huir de la quema. Sólo de seguir quemando.
Saludes rotas. Matrimonios en proceso de destrucción. La vida privada es el servicio y la obsesión. Los ojos hablan pero las arrugas se acentúan. Dentro de cada fanático hay una debilidad. Y las debilidades se explotan para acabar con el más fuerte. El gris del día parece fusionarse en las gabardinas con los bolsillos repletos de la desolación. Trabajar para los servicios secretos no es ninguna ganga. Es una condena, amigo.
Dentro del apasionante realismo que John Le Carré supo imprimir a cada una de sus novelas de espionaje, nos encontramos ante una película que no tiene un ápice de acción más que en el recurso del raciocinio. El espectador tiene que estar dentro de la trama para comprender todas las motivaciones y todas las reacciones. Si no, el resultado será un jeroglífico cifrado que nadie va a resolver. La dirección es precisa y centrada en transmitir la ambientación de una época en la que no había ni sofisticación, ni encanto. Sólo decisiones en una mesa codiciada. Sólo dedos apuntados en lugar de armas cargadas. En medio de todo ello, hay una interpretación excepcional con el rostro de Gary Oldman. Comedido en sus expresiones y, sin embargo, transmitiendo todos y cada uno de los mensajes que pasan por el pensamiento de un hombre que ya está de vuelta de todo, incluso de las trampas de la salvaje ambición. La banda sonora de Alberto Iglesias, adecuada y certera, oscila entre la inquietud y la derrota permanente que destilan estos encargados de formar redes, de construir sospechas, de aniquilar esperanzas, de morder bajo la piel, de acabar con el espíritu y de controlar el ansia. Y aún así, todo es tan agrio como la hiel, tan ácido como difícil, tan odioso como comprensible. Más allá de los muros grises que guardan los secretos más reservados, hay una hoguera de indeseables donde sobrevive el más fuerte y el que más sabe.
A pesar del esfuerzo, la sensación al salir del cine es el haber asistido a una gran historia, a unos desencajes que rozan la rendición pero que, no obstante, llegan a la ruptura con la fantasía y te dejan con los pies bien clavados en la tierra. La política es el arte de hacer que otros limpien las inmundicias de un alcantarillado construido con tanta imprudencia como ignorancia. Es el destino de los países que mandan.
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