Paul Newman es Eddie Felson “El Rápido”, ese taco de billar preciso que mueve las bolas como si fueran planetas en el orden universal. Su obsesión es la victoria y para alcanzarla no le importa pisar los escalones de basura y engañar a los incautos que se atreven a apostar dinero con él en una partida sobre el tapete verde. Quiere ganar. Eso es lo que tiene escrito en la mente sin atender a otras consideraciones. Quiere ganar sin tener ni idea de que, para conseguirlo, primero tiene que perder. La historia de los vencedores está jalonada de derrotas aunque nadie se acuerde de ellas. Y allí, al otro lado de la mesa, aseado, perfumado, con la mente fresca y la mirada imperturbable está “El Gordo de Minnesota”, tiñendo las uñas de su precisión con la tiza azul de la superioridad palpable. Las horas pasan y las bolas caen. La borrachera del sueño se cierne sobre el ojo del taco y el fallo se hace presente, como un agujero esperando para ser llenado. Después vendrá la bajada a los infiernos y la percepción nítida del color del dinero. Y es que siempre habrá alguien dispuesto a explotar el talento con el único fin de acabar con él.
Poco a poco, Felson va forjando su madera de dolor, de agresión, de sufrimiento, de arrastre, de humillación, de fracaso, de decepción. Sin saberlo, está tallando el futuro con las esquirlas de la metralla del pasado. Comienza a saber que la estima tiene parada obligatoria en el hundimiento. Gana dinero. Lo pierde. Es manipulado. Es aplastado.
Tiene el amor a su lado, más allá del abismo que se abre tras los bordes de la mesa donde las bolas se mueven a su antojo, pero no lo ve. Está tan obsesionado por la victoria que es incapaz de darse cuenta de que tiene el primer golpe ganador. Y cuando pierde también todo el cariño que ha podido reunir parece que aprende que ganar no es lo importante sino vivir. En ese instante, Eddie Felson “El Rápido” deja de ser un perdedor y regresa para vencer.
Entre el maravilloso blanco y negro de una película que no hace alardes, hay un actor que juega, se mueve y siente como un auténtico tahúr del billar y es Paul Newman en una de las interpretaciones más intensas de toda su carrera. A su lado brillan con luz propia la ternura llena de aristas de Piper Laurie, la maldad ambiciosa de George C. Scott y la elegancia en el mirar, en el vestir y en las maneras de Jackie Gleason. Nosotros nos acomodamos en una noche de luces a ras de cara y de humo bien cargado. Robert Rossen, el director, consiguió la obra maestra de su vida con esta película y consigue traspasar los estrechos límites de una pantalla para hacernos llegar el olor de los garitos o el sudor del alcohol haciendo carambolas con los hielos. Ahí están los alientos de la desesperación pero también las pérfidas manos de quien fuma buscando una nueva víctima. No hace falta que alguna vez hayamos buscado vidas para darnos cuenta de que estamos ante una extraordinaria película.
No hay comentarios:
Publicar un comentario