Basada en la novela del mismo título de Elizabeth Gilbert y publicada por Suma
¿Saben cuál es el problema que tengo con esta película? Que soy un hombre. A veces, me avergüenzo de serlo, lo reconozco, pero es que estamos ante una historia que, probablemente, sólo puede ser degustada por mujeres. Y si afinamos un poco más el sentido, diría que por mujeres más o menos de mediana edad que tienen un cierto miedo a mirar a su alrededor porque pueden caer en la frustración de no haber dejado huella, de haberse dejado llevar, de haber sido simples instrumentos para realizar la felicidad de los demás pero no la suya propia.
Para mí no es más que una vuelta algo obsesiva hacia algo mil veces visto. Una mujer en crisis que decide tomarse un año sabático para encontrarse a sí misma y, claro, decide pasarlo sin límite de gastos en Italia (come), India (reza) y Bali (ama). En cada uno de esos lugares conoce a hombres y mujeres estupendos, de profesiones liberales, tan frustrados o más que ella pero que hacen de la vida un sitio confortable. Quizá ella va en busca del encanto de las pequeñas cosas que siempre le ha sido negado. La sencillez de un rato para ella misma. La intrínseca simplicidad de una filosofía que desconoce. La maravillosa complicidad entre el alma y el corazón cuando se sonríe sinceramente. Lo cierto es que la película tiene ratos de cierto agrado, redundancia a raudales, complejidad femenina en algunos pasajes, aburrimiento solemne en otros y es larga, muy larga. Demasiado para contar una búsqueda interior que para cualquiera que haya vivido un poco más allá de los treinta y cinco resulta ya más que sabida.
Por supuesto, el centro de todo esta representado por Julia Roberts, que luce esa sonrisa parecida a un buzón allá por donde pasa. Y en cada escena resulta agradable entregarse al dolce far niente con ella. Lo que pasa es que es una actriz que actúa mucho más con los ojos que con la boca y ahí sí que llega a hacerse puro encanto para quien la mira. Por lo demás, Ryan Murphy, el director, intenta fotografiarla siempre desde el lado más adecuado, procurando no mostrar esa barriguita casi cincuentona que ya luce y haciendo que sea la mujer más adorable que haya pasado por delante del objetivo de una cámara.
Eso sí, en su planificación hay dos o tres secuencias que son demasiado absurdas, innecesarias y terriblemente torpes como para volver a recordarlas.
En cuanto a Javier Bardem, no se engañen. Sale poco y es un papel demasiado fácil para lo que él nos tiene acostumbrados. El prototipo de galán que vive como quiere, acomodado, con camisas carísimas al vuelo y gafas de sol de marca en un fondo paradisíaco, etcétera, etcétera. Tengo ganas de que alguien, un día, decida mostrar el viaje interior de una fregona que se encuentra con un picapedrero y viven una historia de amor apasionada e irrepetible en un suburbio cualquiera de una gran ciudad y aún así consiguen encontrar la fórmula para hacer de su casa, un rincón perfecto.
El que sí emociona, embarga, encanta y asume un papel de cierta dificultad es Richard Jenkins como ese arquitecto que ella encuentra en su retiro espiritual de la India y que derrocha clase y lágrimas en una corta escena de redención e intento. En ese personaje es donde los hombres de mediana edad que tratamos de no mirar a nuestro alrededor para evitar caer en la profunda insatisfacción de comprobar en lo que nos hemos convertido podemos sentirnos identificados y más cercanos a la historia. El resto, para nosotros, es tragar en lugar de comer. Es implorar en vez de rezar. Es odiar para no descubrir que hemos sido incapaces de amar. Las mujeres saben mucho más de lo demás. Dentro del cine, al fin y al cabo, son ellas las que ríen, gozan y viajan en el interior del personaje de Julia Roberts, lo cual no hace sino despertar en mí una profunda admiración por ese corazón que tienen, por ese espíritu que lucen y por ese estómago que esconden. Va por ellas.
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