Basada en la novela del mismo título de William Lindsay Gresham publicada por Sajalín Editores.
En muchas ocasiones, se ha catalogado esta película como un ejemplo de cine negro aunque se encuadra más ajustadamente dentro de los límites del drama de tintes oscuros.
En ella, nos encontramos con la primera actuación acertadamente trágica de Tyrone Power (confirmada años después con ayuda del gran John Ford en la entrañable Cuna de héroes y por el magistral Billy Wilder en la maravillosa Testigo de cargo) para demostrar que detrás de ese rostro bonito que causaba estragos entre las jovencitas de la época había un actor de talento que tan sólo necesitaba empujones de prestigio para colocarse en el lugar que realmente le correspondía. Por esta vez, Power no dudó en dejarse coger de la mano del veterano director Edmund Goulding y adentrarse en una de las más oscuras producciones que Hollywood realizó en los años cuarenta con unos cuantos ingredientes psicológicos que añadían cierto interés a esta historia casi imposible de un hombre que comienza en un circo y termina manejando las mentes de hombres débiles que, en algún momento de su vida, han perdido el camino de la cordura. En algunos instantes, la película llega a ser impactante pues funciona como una gigantesca máquina del destino, que puede conseguir la malevolencia de un hombre que es de todo menos un héroe. La luz que recae sobre su rostro de perfección es tenue, la dirección artística parece dar importancia a los rincones de la mente que el protagonista tiene que visitar y la música crea una incómoda sensación de aprisionamiento, de inevitable descenso hacia la humillación, del fin de una escalera que se debería subir para estar un poco más cerca de lo que significa la vida.
Tal vez, en esas partes que no resultan impactantes, la historia sea demasiado predecible (dentro de un argumento que destaca por su originalidad) y cae en lo obvio aunque siempre queda la duda de si lo obvio es un invento de la mente o es la verdad de la que se trata de escapar. En cualquier caso, es un drama anómalo, que ciertamente se adelanta a la época en la que fue rodado, 1947, y que contiene una actuación que merece nuestra mirada, nuestra atención y una parte importante de nuestra admiración.
No existe ninguna duda de que el carnaval que se describe en la película huye de la alegría que preside este tipo de celebraciones y nos adentra en un festival de horrores que se erige en uno de los puntos fuertes de todo el relato y raramente ha sido superado en toda la historia del cine (aunque ahí está ese carnaval de amor y muerte que rodó Marcel Camus con el mítico título de Orfeo negro) pero es una fiesta que no hace más que poner el acento en la corrupción moral, en el deseo carnal representado magníficamente por Joan Blondell, en el cinismo, en la ascensión a una cima demasiado resbaladiza y en la caída que es más dura cuanto más alta ha sido la ambición.
Oscura pero con secuencias que dejan grabadas su impronta en la memoria, deberíamos dejar descansar un poco nuestro pensamiento para hacer frente a la manipulación a la que nos someten algunos hombres sin escrúpulos que juguetean con el artefacto más peligroso de toda la creación como es la mente humana. No seamos almas perdidas en medio del falso colorido de un carnaval que inunda de blanco y negro nuestras pesadillas más ocultas.
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