“La Biblia es un libro, y un buen libro, pero no el único libro”, decía Spencer Tracy en la absolutamente maravillosa La herencia del viento y en estas palabras se podría resumir todo el centro del argumento de Ángeles y demonios, adaptación literal de la novela de Dan Brown (que, dicho sea de paso, es bastante mejor que El código Da Vinci) y que nos hace visitar Roma siguiendo el sendero luminoso de Dios creyendo que la ciencia es el mejor camino para explicar las oscuridades de la fe.
Y es que, según San Agustín, “la fe no necesita pero acepta ser explicada por la razón” y esta máxima, tan aplicable a nuestros tiempos de tecnología y descreimiento es demasiado despreciada por la Iglesia. Al fin y al cabo, la Iglesia está formada por los hombres y no deja de ser algo tan falible como una multinacional que comercia con las creencias. Como no podía ser menos, dentro de tal empresa, hay ambiciones, traiciones, intentos de remover las entrañas de la existencia de Dios con trucos de ateísmo exacerbado y disfrazado de ciencia y el resultado es un engaño, una serie de cartelería espectacular en la que el protagonista nunca aparece, hay que creer que está ahí.
Dentro de una simpleza de tal calibre, Ron Howard dirige con oficio, traslada con eficacia el libro a la pantalla (aquí no se puede decir aquello de “me gusta más el libro” porque es exactamente igual salvo por el hecho de que el original es una precuela y la película se confiesa directamente como secuela) e imprime dinamismo a raudales, tanto que los personajes no importan, las motivaciones llegan a ser secundarias y nos quedamos en el desnudo cuadrilátero del Vaticano asistiendo al combate singular y un tanto absurdo de la ciencia contra la fe.
Tom Hanks, que comienza a ser perro viejo, intenta conferir una cierta intensidad al personaje en los primeros compases pero cuando apenas se ha ido al desarrollo no es más que un niño que va de un lado a otro corriendo como un descosido jugando desaforadamente a la gymkhana, descifrando enigmas y sin dar puntada sin hilo y, por supuesto, acompañado de la chica de turno con la que se evita el romance, no vaya a ser que se pierda el ritmo.
Eso sí, pasan muchas cosas muy deprisa, la “Ciudad Eterna” es pateada hasta que los adoquines dicen basta, la Iglesia es presentada como una institución donde predomina el oscurantismo y en la que los hombres de bien apenas son escuchados mientras que los científicos son probetas en continuo movimiento, voz de la razón, ateísmo tolerante, Galileos modernos que no dudan en hacer actos de fe desde las posiciones de sus propias creencias...Y los que tienen el lío, claro, son aquellos que se empeñan en imponer la ciencia a Dios para que, luego, la vuelta de tuerca queme más que un hierro al rojo. La maldad también habita en la púrpura...
En esencia, Ángeles y demonios no es ni mejor, ni peor que muchas otras películas que hablan de una Iglesia interesada y fundamentalmente corrompida Tal vez, los hombres de Dios son los que intentan por todos los medios encontrarnos alguna razón explicable por la que el Altísimo puede llegar a existir...pero esa es una de las grandes dudas que han azotado al ser humano desde mucho antes de que el cine fuera una realidad imaginada. Y a Ron Howard le interesa mucho más la aventura que el motivo.
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