Basada en el libro "Ensayo sobre la ceguera", de José Saramago publicado por Alfaguara.
Cuando no hay nada que merece la pena de ser visto, el cuerpo evoluciona, se adapta y aparece la ceguera. Es absurdo que tengamos un sentido que, realmente, no nos sirve, está obsoleto, es inútil. Y entonces es cuando la razón entra en cuarentena porque no entendemos, no conocemos, no sentimos y apenas nos damos cuenta de todo aquello que nos rodea y de toda la felicidad que nos negamos.
La metáfora que Saramago nos describe en su Ensayo sobre la ceguera no es más que un retrato de nuestro propio aislamiento sumido en el egoísmo. Somos incapaces de ver más allá de todo el lujo caótico que nos envuelve y nos aliena. Nos da igual que, mientras aquí nos movemos en el despilfarro y en la comodidad, en otros lugares haya seres como nosotros que son explotados para que podamos vivir en el estilo de vida que se nos antoje. Estamos ciegos ante la prostitución y la trata de blancas que existe por el mero hecho de que hay gente dispuesta a ser consumidor. Somos invidentes ante el hambre, ante el abuso de poder y ante la triste certeza de que lo que nos pueda ocurrir no le importa a nadie y mucho menos a nuestra mediocre y pusilánime clase dirigente, adormecida en la almohada de la riqueza y del terco mantenimiento de la erótica que experimentan poseyendo el poder.
El micromundo que la película de Fernando Meirelles nos plantea es extrapolable con facilidad a la política abusiva de los países que no dejan de enriquecerse a costa de los que cesan de empobrecerse. Estamos ciegos, sí. Y lo estamos porque no podemos ver la persona que tenemos a nuestro lado. Lo estamos porque no sentimos a la persona que pasa a nuestro lado. Lo estamos porque volvemos inútilmente el rostro cuando alguien necesita una ayuda que no pide simplemente porque el dolor atenaza el grito y el sufrimiento corroe las entrañas de la tortura de vivir.
El problema de todo este fascinante (e, incluso algo obvio) retrato del egoísmo absoluto en el que vivimos es que Meirelles utiliza técnicas de ciego para transmitir el agobio al espectador. ¿De verdad es necesario que haya secuencias en las que no se ve absolutamente nada? ¿Resulta perentorio la repetición hasta la saciedad de situaciones que ya hemos sentido con la suficiente sordidez? ¿Es imprescindible la reiteración para que nos entre bien en la cabeza el mensaje de que somos unos malvados, de que son unos malvados, de que hay muchos malvados?
Salvando esos, a menudo grandes, baches narrativos no dejamos de preguntarnos cuál sería nuestra actitud si estando rodeados de ciegos fuéramos los únicos que pudiéramos ver y si no utilizaríamos esa ventaja fundamental para hacernos con el control de una situación que devora lo poco que tenemos de humanos. En un país de ciegos repentinos, el ciego natural es el dictador. En un país de ciegos arrepentidos, el vidente es el líder de una democracia que no deja de ser sucia. Tal vez el que ve es bendecido con el don del liderazgo natural porque ama la vida y no el dinero, ni el lujo, ni la soberbia...
Entre el mar blanco que se abre en una película en la que se ve más bien poco, la peor duda es diferenciar si estar ciego es lo mismo que ser ciego y es posible que la respuesta nos asuste de tal manera que preferimos mantenernos en la atrevida y siempre peligrosa ignorancia. Y ya dejo de escribir porque, poco a poco, me doy cuenta de que ya no veo y la hoja de papel se me convierte en un espejismo blanquecino con unas cuantas sombras que parecen letras y no son más que reflexiones de nadie, de nada, de nunca.
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