viernes, 19 de abril de 2013

Escribiendo cine: "El baile de la victoria" Fernando Trueba.


 Basada en el libro del mismo título de Antonio Skármeta que ganó el Premio Planeta en el 2003.

Todo el mundo sabe que para que se puedan trazar en el aire los movimientos de una victoria hay que dar muchos pasos pequeños hundidos en la derrota. Y quizá desde cumbres de desolación, desde las nieves heladas del fracaso, puede haber un pequeño resquicio de esperanza, de ilusión, de la nada acariciada de un sueño que parece realizarse pero que sólo es un presentimiento de felicidad, un gran vacío con algo bonito dentro. 

Y Fernando Trueba intenta por todos los medios que sintamos la emoción en la piel, nos intenta erizar los sentimientos para que nosotros también tomemos parte de la reconstrucción de una imaginación que hace ya tiempo se hizo añicos. El problema es que, durante un rato, Trueba juega con historias paralelas de las que sólo te interesa realmente una, la que lleva Ricardo Darín sobre esas espaldas de enorme actor que hace que, con una mirada, sientas el trance de ruina de un ser humano que lo perdió todo por una ambición teñida de vanidad. La otra no deja de ser un simple cuento de hadas con un Abel Ayala empalagoso, pegajoso, tiñoso, mohoso y pesadamente animoso. Cuando se cruzan ambos personajes, la película decae porque, igual que un caballo que nunca nació para correr, no sabe hacia dónde ir. Hay zonas de cine negro que no acaban de ser oscuras. Existen rincones de melodrama que no terminan de apretar los pernos. Brillan intentos de un sobrante realismo mágico que no pasan de ser fuegos de artificio sin luz ni sonido. Y al final, Trueba cae en el peor pecado en el que puede caer un cineasta y es el tedio a través de una película desequilibrada que podría haber sido una bonita adaptación de unos sueños que parecen apuñalados por el empuje de una vida empeñada en huir. 
Quizá el silencio hubiera sido la llave para abrir la puerta de lo que Trueba busca con denuedo, que no es otra cosa que sobrecoger con una persecución que tiene todas las papeletas para acabar en cuarto lugar y eso le lleva a cometer incongruencias que tendrán mucho sentido dentro del relato visto desde dentro y, tal vez, para aquel avezado que haya leído la novela de Antonio Skármeta (autor de Ardiente paciencia, fuente y caudal de El cartero (y Pablo Neruda), de Michael Radford) pero que no pasan de ser saltos argumentales de nula seriedad narrativa porque el director español se esfuerza en tocar todos los palos y resulta no ser experto en ninguno, al contrario de lo que pasaba en la que, hasta hoy, es su mejor película, de título El sueño del mono loco. 
Y uno de los grandes problemas con los que se tiene que enfrentar Trueba es que tiene al público de su parte. Ellos quieren emocionarse. Quieren afrontar lágrimas y reír de hermosura, Desean con fervor que la historia les agarre por la cintura y no les suelte más allá de los Andes pero algo anda mal en la narración, no hay pasión en la mirada de Trueba aunque tal vez sí unas cuantas huellas de alma que se diluyen con la llegada de las olas de unas reacciones poco pensadas por parte de los protagonistas, de una incoherencia que llega a ser irritante y de unas estúpidas cabalgadas por el centro de Santiago que se convierten en un recurso narrativo repetitivo y cargante. Sencillamente porque la película no es un caballo ganador. 
Así pues puede que nos dejemos llevar un poco por la belleza de algunos planos, por la delicadeza de la expresión de un cuerpo que quiere decirlo todo a través de la danza, por el retrato de unos perdedores que, aún venciendo, seguirán siendo los mejores candidatos al fracaso pero hay pocas sensaciones que contar, adormecidas en el fondo de las historias que no se trabajan, cuando la ambición de provocarlas era más que una evidencia. Es lo que tienen las apuestas arriesgadas. Que no siempre se baila para vencer.

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