Basada en la novela "Alexis Zorba", de Nikos Kazantzakis y editada por Alianza.
Si hubiera que definir esta película en dos palabras habría que decir tan sólo: “Anthony Quinn”. Quinn es el baile, la lujuria, el amor, la vida, Zorba, la exuberancia, el aire, el arte, la maestría, la interpretación, la tristeza, la alegría, la diversión, el entusiasmo, el blanco y negro de lo inolvidable, el recuerdo, el origen, la fuerza, el elemento, la existencia, la emoción, el individualismo despreciado, la atención, el centro, la celebración, la luz, el mar, la crueldad, la leyenda, la maravilla, más poderoso, más torbellino, más actor, la facilidad de lo difícil, el engranaje que no chirría. Anthony Quinn eleva toda la película a ese nivel tan difícil de llegar que hace que algo, no se sabe muy bien el qué, roce nuestro corazón descreído y haga de la vida y de la crueldad, las dos caras del mismo regalo.
Basada en una novela de Nikos Kazantzakis (el mismo que años después levantó escándalo y taquilla con la adaptación que hizo Martin Scorsese de su novela La última tentación de Cristo), Quinn, con su impagable presencia, mueve los hilos de una trama que intenta hacer ver a un inglés de mirada decepcionada (un estupendo Alan Bates) que hay algunos viajes que te hacen ver cosas que en tu rutina no sabes mirar. La actitud optimista y el lado brillante de la vida confluyen en su personaje como un baile que se nos queda grabado como secuencia mágica de una película que no sería ni la mitad si cambiáramos al protagonista. Aquí, Quinn llega a su madurez artística, a la sabiduría empeñada y bebida. Con la facilidad de quien traza en su rostro la expresión justa, nos explica los obstáculos tan pequeños que hay en nuestras pobres existencias que impiden que nuestra sonrisa sea la firma de nuestra cara, y que una danza al sol puede convertirse en un inolvidable momento de felicidad compartida.
La timidez del inglés, apocado por una luz que no está acostumbrado a ver contrasta con esos ojos brillantes, que nos dicen tantas cosas bajo un cielo que adivinamos azul aunque lo veamos gris (para eso está la excelente fotografía en blanco y negro de Walter Lassally) y que nos inunda de una filosofía que tal vez algunos no deberíamos dejar coger demasiado polvo en el estante del olvido. Los momentos de silencio contrastan de forma tremenda con las explosiones de ruido y alegría, la cobardía del vivir sin levantar la mirada queda empequeñecida por el insultante regocijo del que ve en todo una razón para seguir adelante en esta fiesta llamada vida. Buen vino. Buen mirar. Buen hacer.
Zorba, el griego, de Michael Cacoyannis es una lección a la que deberíamos asistir sentados en un pupitre para aprender a respirar y a apreciar las cosas que nos rodean.
Tal vez sólo así dejemos que nuestros pies tengan también su diversión y se expresen en un baile hollado en la arena quemada por el sol, por la mirada adecuada, por el existir disfrutado. No es tan difícil. Sólo hay que ver a través de los ojos de Zorba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario