La desgracia y la miseria son las semillas de un campo que hay que labrar. Y puede que la lluvia que haga brotar la mies, el sol que alimenta el fruto, el aire apaciguador y tranquilo que mece las espigas como un órgano tocado por un cariño que supera a la vida sea el de la mirada huidiza de una mujer que tan sólo pretende ser la raíz de todas las felicidades, de todas las bondades, trapo de limpieza de sufrimientos y de sinsabores.
La opulencia corrompe y, cuando se debería mirar sólo en una dirección, la sonrisa se vuelve olvido y quien debería sólo amar hace que la existencia se gaste en un lujo innecesario, en otras personas que son sólo adornos, en otras posturas que parecen escaparates de respetabilidad cuando, en realidad, son sólo siegas de humillación. Allí, en algún lugar del jardín de tu intimidad, es donde te darás cuenta de que el aire, el agua, la fuerza y el sentir salieron siempre del mismo sitio y que todo fue ella porque la tierra era buena.
La prosperidad no es más que un reflejo donde se llega a ver el desierto rodeado de riquezas. La pobreza es la inquietud de no saber qué va a llenar tu boca al día siguiente pero, no obstante, es una realidad donde se siente el paraíso de un amor incondicional, nacido de la nada, muerto en la nada, vivido en la nada. La emoción es un mal pasajero y, tal vez, hasta incómodo así que es mejor vivir sin darse cuenta de las lágrimas que se han derramado para alcanzar unos sueños de falsa grandeza. La verdad nace dentro de tu propia casa y no se puede construir desde fuera. Y un árbol crece para recordarte, cuando ya es demasiado tarde, que perdiste la memoria de un cariño que fue deseo pero que nunca conseguiste manejar.
El callado trabajo de Louise Rainer es pura sombra genial al lado de ese actor impresionante, poderoso y versátil que era Paul Muni. Juntos, con las letras inmortales de Pearl S. Buck, dan un significado lleno de ternura y de dureza en un devenir hecho de golpes de azada, de huracanes que no saben lo que es la piedad, de vientos del este que traen langostas de hambre, de vientos del oeste que se posan sobre la cosecha para traer otro invierno de platos llenos. Y es que dentro de esta película, hay arrobas de humanidad en túnicas de seda, sentimientos que palpan un corazón desprevenido, admiraciones incautas que se derraman por ojos plantados en tierra fértil. Las acequias de nuestras mejillas se ven inundadas por el río que nos lleva por esta historia y sabemos que, en algún rincón lejano de un mundo demasiado frío, hay amor sin medida, manos agrietadas que buscan el consuelo y la fortaleza, heridas de campo labradas en busca de un futuro menos adusto y más cómodo. Pero las miradas se olvidan en alguna parte y, mientras unos pecan con la indiferencia, otros mueren por el aprecio. Y así la tierra no puede dejar de dar sus frutos.
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