viernes, 9 de noviembre de 2012

Escribiendo cine: Los Santos inocentes (1984), de Mario Camus


Basada en la novela del mismo nombre de Miguel Delibes publicada por Editorial Crítica.
 
El aire corta y forma surcos en las manos. La pobreza llega a ofender. El dolor es algo rutinario. El analfabetismo se convierte en el arma con el que aprovecharse de seres humanos cuyo único delito fue la miseria. La temporada de caza llega y, con ella, la indulgencia displicente. Al otro lado del muro, se halla la opulencia y la falta absoluta de moral de quienes se han acostumbrado a mirar en otra dirección. Tu compañero de juegos, es ya un señorito, un terrateniente que no piensa en otra cosa que en su propia satisfacción. Es la crueldad emanada de la indiferencia. Unos disparan, otros, son palomas.
En medio de las ropas raídas y del hambre como modo de vida, no hay lugar para la esperanza. No se sabe lo que es eso. Tan sólo se piensa en el mañana porque, al fin y al cabo, es el obstáculo que hay que salvar para seguir comiendo. Deslizándose entre los abrigos y los coches de los que tienen, no hay compasión. No se sabe lo que es eso. Tan sólo se piensa en el hoy porque, al fin y al cabo, es el obstáculo que hay que salvar para seguir derrochando cosas inútiles, seguir en el orgullo inventado, seguir en el desprecio implícito, seguir en el ocio insultante. Santos inocentes que viven y mueren para que otros crean que son basura sobrante en la finca de la soberbia y de la humillación.
Paco, el bajo, olisquea las presas como un perro. Eso es lo que merecen. Ser tratados como bestias. No tienen educación. No tienen derecho. Sólo están destinados a servir, a morir cada vez que sirven, a perder cada vez que mueren, al destierro de los inválidos, a ser devorados por la mugre. Mierda de gentuza. Servidumbre necesaria, sí, pero tan prescindible que tendrían que ser ajusticiados en el garrote vil. Y encima la señora les da algo por la comunión del nene. Lo que más sorprende es que ellos, con porrones, tortilla y un pedazo de pan, montaron fiesta porque son propietarios de alegría. Y los adinerados, los que lo tienen todo, comen en silencio la sopa caliente y el filete sangrante y la tarta de Santiago y la copa y el puro y la madre que los parió, sí, pero no tienen ni un soplo de diversión. Esto es sólo un trámite. Y que el niño crea en Dios muchos años, pero a los demás que se les rompan los huesos, poco a poco, tronchados, abiertos, con el tuétano a la vista, con sus ojos de tristeza que sólo inspiran asco.
Azarías sólo quiere a su pájaro. No sabe contar. No sabe hablar. No sabe tener el cerebro de un adulto porque se quedó en algún lugar de la infancia, anclado a los seis años, aferrado a la ignorancia de una mente que no quiso evolucionar. La inocencia del niño en un cuerpo de adulto. Hace travesuras. Se orina en las manos para tener algo caliente entre ellas. Y su pájaro, su compañía, su juguete…eso es lo único que le importa. Milana, bonita. Detrás de sus ojos no hay nada. Sólo blanco. Sólo cero. Maldito subnormal, quién te cazara con cebo de torcaz para ser presa, para ser tu cuerpo la misma nada que tu cabeza. La inocencia verdadera. El pensamiento inutilizado puede trazar un círculo de cuerda y ser el cero de la horca. Un disparo de rabia contra un bicho cualquiera sin pensar en el daño que se puede hacer y la rúbrica de la sentencia de muerte se escribe con el hierro de las rejas de un manicomio. Santos inocentes que después de amaestrar el vuelo del morir sólo tienen el silencio. Nacieron para servir en el infierno hecho de aire cortante y tierra ingrata. Ya sólo quieren el olvido.
 

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