miércoles, 15 de mayo de 2013

Escribiendo cine: La última estación, Michael Hoffman.


Basada en el libro del mismo nombre de Jay Parini editado por RBA.

El movimiento de desprecio hacia las cosas materiales que ideó León Tolstoi y que comprendía también el amor y la libertad como valores máximos, la resistencia pasiva como forma de protesta, la igualdad detrás de la verdad y el rechazo de la Iglesia, fue pasto de la interpretación errónea del fundamentalismo humanista. Lo que era idea, degeneró en religión mientras las obras del genio aspiraban a ser divulgadas a todos los rincones como un sentimiento de legado para los más pobres.
Toda idea, sin embargo, tiene su contradicción intrínseca y Tolstoi comienza a vivir en sus propias carnes la terrible batalla que se desata entre amor y libertad simplemente porque son conceptos contrapuestos. El amor son ataduras, obligaciones, dulzura regalada, humor cómplice, darse sin esperar nada, esperar sin derrota en la mirada. La libertad significa la capacidad de elegir, de hacer, de comportarse y de buscar lo que más se desea y eso, inevitablemente, siempre es la felicidad. ¡Qué gran choque se produce! La libertad es la felicidad pero nunca se es feliz si no hay amor. Y los mimbres de la creación, de la genialidad, del talento están hechos de trenzas de cariño que te da quien mejor te sabe comprender.
En este permanente enfrentamiento, por fin, encontramos cómo una película se puede elevar hacia categorías extraordinarias cuando dos actores de la sabiduría y encaje de Christopher Plummer y Helen Mirren aparecen en escena. Él sabe conjugar en un rostro de amable vejez y cansada pluma el intento de encontrar el equilibrio vital que le permita morir en paz y, no obstante, sólo consigue un desolador estado de guerra. Ella ilumina la escena con una presencia profunda que destila el saber mirar de una gran dama, la desesperación latente de quien olvidó cómo amar, la ira de permanecer detrás de las páginas cuando gran parte de la tinta inmortal del enorme escritor tiene su piel, su risa, su compañerismo, su vitalidad, su sentimiento de admiración y de soberano deseo de estar junto a quien siempre ha amado. Libertad es Plummer. Amor es Mirren. Y ambos colisionan violentamente porque la idea de amar nunca puede volverse religión.
Entre tanto, caminamos por espacios rusos que huelen a campo y trabajo, por estancias de madera que parecen recoger las virutas de los roces provocados por la actividad de un escritor que quiso ir un poco más allá en su visión de la realidad utilizando una ficción que nunca dejó de ser verdad. La inteligencia como arma y transferida en un papel para que el resto del mundo pueda llegar a librarse de la manipulación continua. Pero siempre habrá alguien que quiera coger el pensamiento del comunicador para reinterpretarlo y hacer que sea olvido de su razón, de su herencia, de su compromiso.
A pesar de algunos errores de planificación del director, Michael Hoffman, la película tiene mucho humor que pule la densidad de los obviados planteamientos literarios de Tolstoi. Más tarde, deriva en un drama sobre dos personas que se aman con tal intensidad que, en su tremendo combate de intereses, aún tienen tiempo para una despedida en calma, para una sonrisa de tranquilidad, para tener esa seguridad de sentirse felices porque han sido amados. Ahí reside, tal vez, el secreto y la unión de dos almas que el tiempo convierte en viejas y que guardan el latido necesario para seguir siendo humanas, para seguir siendo las dos partes de la misma persona, para seguir siendo destinos amarrados con fuerza el uno al otro, primera y última estación, libertad enamorada del amor, bendición y creencia, coherencia y calor, viaje y hogar, vida y agua, papel y escritura, arruga y conciencia, precio y mercancía, ternura y comprensión. Todas estas letras mal juntadas puede que sean las insondables estancias en donde se asienta el genio de un escritor que fue libertad y que tuvo amor.


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