ESMERALDA, LA ZÍNGARA
Basada en el libro "El jorobado de Nuestra Señora de París", de Víctor Hugo.
Si nos detenemos por un instante a los pies de la Catedral de Nuestra Señora de París y miramos hacia arriba, tal vez podamos vislumbrar una gárgola que tiene algo de figura humana. No parece del todo esculpida e, incluso, da la impresión de que hay un sobrante de piedra a la espalda de esa escultura que se asemeja a la de un hombre apoyado en una cornisa y asomándose con curiosidad para ver qué es lo que pasa en la enorme plaza que se abre ante él. Quizá porque hubo un tiempo en que esa silueta pétrea fue un ser humano y quiso sacar la cabeza de su ideal escondrijo hecho de sagrado suelo y techo de campanas ensordecedoras. Quizá encontró a una mujer que era más bonita que nada de lo que hubiera visto en su vida. Quizá fue acusado de algo que no hizo, hizo algo impensable para alguien a quien se consideraba como un ser inferior y fue el involuntario héroe de una época que recibía tímidamente los primeros albores del progreso.
Maureen O´Hara deja un reguero de fuego pelirrojo a su paso a pesar de que sólo podamos disfrutar de ella en blanco y negro. Ella es razón más que suficiente para sacar la cabeza del cómodo refugio que es la soledad cuando no se ha conocido otra cosa. Ella es el sonido que uno se imagina cuando no oye nada. Ella es la vida que uno anhela cuando no se ha vivido. Y ese uno no es otro que Charles Laughton, que caracteriza a Quasimodo como si toda la vida hubiera sido un jorobado recluido en lo alto de un campanario, cárcel a medida para la deformidad que se cree extensible al carácter. Su entrada en la iglesia dando vueltas al gorro de bufón sin ni siquiera saber lo que es se convierte en la lección magistral de un hombre que sabía que actuar era un arte y hacía todo lo posible para acercarse a él.
La poesía la pone Edmond O´Brien en el primer papel de su carrera en el cine. Príncipe de poetas en un barrio donde el rey proclama versos y no leyes. En su interpretación intensa, hay un ansia de libertad, un deseo irreprimible de rimar en consonante sabiendo que en la composición de fondo tiene que figurar una mujer de arrastre y corazón y un hombre sin forma pero con alma. Detrás de todo ello, siempre estará agitando el amor, ese subversivo incapaz de estarse quieto, que remueve los sentimientos hasta convertirlos en rebeldía, en contraataque, en rabia de vencedores que no tienen conciencia de ganar, sino de salir adelante.
Así es esta película. Una historia que desvela que, detrás de los rostros, hay voluntades y que nos descubre que no tenemos que dejarnos engañar por las apariencias. Tal vez en el más minúsculo de los hombres hay un héroe y en el más aguerrido de los pareceres tan sólo hay un seguro cadáver. Por eso aún existe esa gárgola, extrañamente semejante a un ser humano, que parece que nos mira desde allí a lo alto y que, si nos alejamos lentamente, se confunde como una pieza pétrea e inamovible en el paisaje impresionante de un monumento que tan sólo acoge a las leyendas.
César Bardés
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