viernes, 1 de febrero de 2013

Escribiendo cine: Valor de ley, Joel y Ethan Coen.


Basada en el libro del mismo título de Charles Portis editada por Debolsillo.
 
 
El tiempo del lejano Oeste no era el lienzo de los mitos. Donde había leyendas, sólo existieron borrachos pendencieros. Donde volaban las balas de justicia, era el aire de una jugarreta a traición. Donde había voluntades inquebrantables, se pisaba terreno abonado para forjar caracteres de amargura y de adiós. Y es que el ruido de las armas era tan habitual que no había demasiadas éticas, ni comportamientos de ley. El tiempo se escapaba y había que hacerlo todo a golpe de revólver.
Es muy curioso comprobar cómo a una historia amable se le puede dar la vuelta y mostrar el lado más oscuro de lo que en realidad fue una época de forajidos a uno y otro lado de la ley. En esta ocasión, los hermanos Coen han querido agarrar por el cuello todo el universo que se movía alrededor de los personajes que encarnaba John Wayne y lo han teñido de desmitificación y de abandono, de seguridades perseguidas a través de caracteres que no tenían nada de admirables y de certezas avinagradas que describían cómo el Oeste y, en definitiva, la historia se encarga de olvidar a los hombres que, de verdad, eran héroes.
El recuerdo de quien vivió días de ansia de justicia es el único juez para aquellos que hacían imponer un poco de respeto en un paisaje de dureza y desolación. El lejano Oeste no era esa vasta extensión de tierra repleta de leyendas que merecían la pena imprimirse para superar la realidad. Era una realidad repleta de mediocridades y de bandidos, que bebían, maldecían, disparaban y olvidaban. Los brazos de la justicia eran tan cortos que no era fácil dar caza a cualquier desaprensivo. La muerte era el principio de la existencia para todos aquellos que vivieron días de ira y desprecio. Y detrás de esos toques de humor absurdo, de esa violencia que siempre aparece tan de repente que te descoloca con facilidad de gatillo, hay toda una declaración de intenciones por parte de unos directores que no dudan en alejarse del idealizado Oeste y acercarse en homenaje al propio Clint Eastwood de Sin perdón, eso sí, sin perder nunca su propia visión.
Para ello cuentan con un actor de la anchura y bravura de Jeff Bridges, capaz de expresar con un solo ojo muchísimas más cosas que la mayoría de intérpretes con los dos. La película muere ligeramente cuando él no está en escena y agoniza como un caballo agotado mientras se espera su aparición. Detrás de él, Haillie Steinfeld, que perfila el personaje de la adolescente que contrata a un alguacil para perseguir al asesino de su padre con un marcado aire decidido que los Coen completan con un epílogo inesperadamente amargo y, al mismo tiempo, optimista. Matt Damon cumple bien su cometido y se halla extrañamente cómodo como ese agente de la ley de Texas que bordea ridículamente la horterada con su vestimenta y su ingenuidad. Y, además, hay que destacar esa espléndida fotografía de Roger Deakins que confiere al escenario en el que se desarrolla la acción un papel preponderante y decisivo, algo que ya es todo un referente en la filmografía de estos hermanos que saben tanto de cine y de horizontes que se van lentamente borrando de la memoria.
No es la mejor película de los Coen pero no cabe duda de que es mucho mejor si se sabe rebuscar un poco en todo el cuadro que quieren pintar con un poema al pie. Sus versos están dentro de su estilo, sus estrofas son atinadas y su rima llega a ser de una cierta perfección estilística pero hay que leer toda la poesía si se quiere captar todo el fondo de una historia que habla sobre la fugacidad del tiempo, de lo amable que es cuando no deja que se vea cuán bajo hemos caído, de la fortaleza adusta e impenetrable que se erige en el corazón de una mujer que ha vivido todo lo que ha podido pasarle a su mano izquierda y aún así no pensó nunca en la rendición. Quizá ése es el auténtico valor de ley. No dejarse doblegar por un entorno que fue más hostil que legendario.
 

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