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viernes, 25 de mayo de 2012

Escribiendo cine: El topo, Tomas Alfredson.

EL TOPO

Basada en la novela del mismo título de John Le Carré.

La confianza es una palabra demasiado extraña en el mundo del espionaje. Nadie está a salvo de la sospecha. Ni en la negligencia, ni en caso de infiltraciones. La guerra fría está en su apogeo y los héroes no existen. Sólo vidas atormentadas, trayectorias destrozadas, decepciones aseguradas y encontronazos continuos con la nada. La indiferencia aparente llega a ser una herida que supura rencores y desprecia amistades. El fracaso está servido. Sólo queda atrapar al que habla más de la cuenta.
Un papel que no debería estar en una cartera es un movimiento decisivo en una partida de ajedrez en el que la dama parece sostener los hilos. Los agentes manejados como marionetas que son eliminados del servicio en cuanto se rompe la lógica. Las miradas se suceden y la lata de gusanos sólo puede abrirse desde fuera. Dentro hay demasiadas ratas merodeando en los más bajos instintos, en los más sucios secretos, en la determinación de esconder sin ser descubierto. Espías que hurgan en las cloacas para saber dónde hay fugas. Pero el hedor de la traición no deja de saturar el aire viciado que se forma cuando nadie dice la verdad.
Para lograr los propósitos de la infamia, no se duda en sacrificar vidas, en dejar a su suerte a enviados especiales, en pagarse favores con magnánimos desprecios. Lo confidencial comienza a convertirse en algo tan prescindible que la evidencia resulta un mero disfraz. Los gestos amargos se confunden de continuo con el rostro de la impasibilidad y nadie se acuerda ya de huir de la quema. Sólo de seguir quemando. Saludes rotas. Matrimonios en proceso de destrucción. La vida privada es el servicio y la obsesión. Los ojos hablan pero las arrugas se acentúan. Dentro de cada fanático hay una debilidad. Y las debilidades se explotan para acabar con el más fuerte. El gris del día parece fusionarse en las gabardinas con los bolsillos repletos de la desolación.
Trabajar para los servicios secretos no es ninguna ganga. Es una condena, amigo.
Dentro del apasionante realismo que John Le Carré supo imprimir a cada una de sus novelas de espionaje, nos encontramos ante una película que no tiene un ápice de acción más que en el recurso del raciocinio. El espectador tiene que estar dentro de la trama para comprender todas las motivaciones y todas las reacciones. Si no, el resultado será un jeroglífico cifrado que nadie va a resolver. La dirección es precisa y centrada en transmitir la ambientación de una época en la que no había ni sofisticación, ni encanto. Sólo decisiones en una mesa codiciada. Sólo dedos apuntados en lugar de armas cargadas. En medio de todo ello, hay una interpretación excepcional con el rostro de Gary Oldman. Comedido en sus expresiones y, sin embargo, transmitiendo todos y cada uno de los mensajes que pasan por el pensamiento de un hombre que ya está de vuelta de todo, incluso de las trampas de la salvaje ambición. La banda sonora de Alberto Iglesias, adecuada y certera, oscila entre la inquietud y la derrota permanente que destilan estos encargados de formar redes, de construir sospechas, de aniquilar esperanzas, de morder bajo la piel, de acabar con el espíritu y de controlar el ansia. Y aún así, todo es tan agrio como la hiel, tan ácido como difícil, tan odioso como comprensible. Más allá de los muros grises que guardan los secretos más reservados, hay una hoguera de indeseables donde sobrevive el más fuerte y el que más sabe.
A pesar del esfuerzo, la sensación al salir del cine es el haber asistido a una gran historia, a unos desencajes que rozan la rendición pero que, no obstante, llegan a la ruptura con la fantasía y te dejan con los pies bien clavados en la tierra. La política es el arte de hacer que otros limpien las inmundicias de un alcantarillado construido con tanta imprudencia como ignorancia. Es el destino de los países que mandan.

viernes, 11 de mayo de 2012

Escribiendo cine: Los diarios de Ron, Bruce Robinson

LOS DIARIOS DEL RON

Basada en el libro "El diario del ron", de Hunter S. Thompson, publicada por Anagrama.


En el fondo de un vaso de ron, la realidad se distorsiona hasta construir monstruos de garras feroces que quieren destruir paraísos para amasar fortunas, para dilapidar voluntades, para fenecer sueños. El lujo está al alcance, la suave brisa marítima parece acoger camisas rellenas con aire y tranquilidad. Los bolsillos, mientras tanto, se mueven. La codicia se despereza y siempre pagan los más humildes, los que pierden porque, al fin y al cabo, no tienen nada que perder.
Pero al final, cuando todas las gotas de alcohol se han consumido, cuando los vómitos y los mareos se disipan y las brumas de la ética se dispersan, tal vez haya la certeza de que el periodismo nació para hacer que las líneas de tinta olieran a verdad. Es el deber de quien quiere contar algo con rasgos de autenticidad. Ya basta de venderse a los intereses creados, a los que siempre quieren amasar el lujo entre sus manos. Es suficiente con los enrevesados ladrones que dirigen falsas líneas editoriales con el fin de asegurarse la caja llena y el fracaso delante. El periodista debe informar, con rigor, con exactitud, con la obligación de la certeza por delante, sabiendo que la razón, refrendada por los hechos, está de su parte. Si no, el que escribe no será más que otro borracho que se deja arrastrar por una corriente que devora, que aniquila, que destruye la creatividad, que chantajea la moral a cambio de una seguridad comprada al diablo.
Precisamente en tiempos donde la gente humilde encara el nuevo día con la certeza de que acabará peor y los malditos aprovechados de siempre se llenan los bolsillos a costa de sobornar voluntades y de vender quimeras, es cuando el periodismo, desde el más influyente hasta el más inofensivo, debe decir en voz alta lo que es. No lo que piensan unos, no lo que piensan otros. Lo que es. Informar es un derecho que cualquier ciudadano debería recibir, informar con veracidad es la ventaja añadida, informar de lo justo es la imprenta de la honestidad. Honestidad, una palabra en fuga. Quizá se halle también en el fondo de un vaso de ron.
Y así, tal vez, en una isla del Caribe, a principios de los años sesenta, se halle un germen de resistencia, una negativa al dinero fácil que ha quedado tristemente olvidada con el devenir de los años. No importa que se lleven las rotativas, que no haya soporte, que las palabras queden prisioneras de un aire que siempre es efímero. Lo que importa es mantener los principios en el vaso, bebérselos y no dejar que salgan y se escapen como traidoras ideas de ambición. Y al infierno con las playas, con las chicas de labios rojos y sabor de manzana, con el tipo que se largó con el dinero y con los facinerosos que quieren acumularlo. La firma y el tema debe ser el mismo: la verdad.
Con una banda sonora admirable, el director Bruce Robinson nos lleva haciendo eses hacia el universo de Hunter S. Thompson, periodista y escritor, alcohólico y honrado, que escribió la novela en la que se basa esta película con instantes servidos en un combinado de mediocridad e interés. Johnny Depp se muestra seguro en el papel de ese periodista que bebe y se atasca en la vorágine del trópico para acabar llegando a la más profunda de las convicciones. Hay que hacer frente a todo lo que hace que el ser humano sea mediocre y bastardo. No en vano es el único animal que tiene una ética y se comporta una y otra vez como si quisiera negarla con sus propios actos. La basura se esparce también en el Edén. Y hay que apartarla con la gramática de quien sabe que la verdad es el único camino hacia la libertad. Y el hombre no deja de mentir porque es una droga que le salva, le justifica, le anima y le hace parecer mejor. En realidad es todo lo contrario pero se ha llegado a la conclusión de que creerse las propias mentiras es un dulce estado de inconsciencia cuando lo único que hace es retrasar un final que se antoja inevitable. Y es entonces cuando nos encontraremos con la mirada de un gallo de pelea dispuesto a descuartizar a quien le ha estado engañando sin moral y sin razón.

C. Bardés