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viernes, 22 de marzo de 2013

Escribiendo cine: Red de mentiras, de Ridley Scott.


Basada en el libro del mismo título de David Ignatius y publicado por Zeta.


 Yo fui de aquellos que quedaron deslumbrados con el arte del primer Ridley Scott cuando, con asombro, comprobé que obras como Alien, Blade Runner o el maravilloso policíaco La sombra del testigo estaban muy cercanas a lo que podríamos llamar obras de arte. El tiempo pasa, el público castiga la mediocridad y Scott supo adaptarse a la nueva época en la que el público exigente decreció y sólo pidió todo aquello que Scott da sin el menor esfuerzo y además sin ninguna intención de cambiar.
Una historia, un par de actores con tirón, unas cuantas escenas rodadas con oficio y la sana impresión de haber visto algo importante aunque no lo sea tanto. Ahí está la sapiencia de Ridley Scott. Sus películas no es que sean buenas, tan sólo lo parecen, lo cual para los tiempos que corren está muy bien porque entre tanta mediocridad no hay duda de que lo que hace este hombre también tiene sus virtudes.
Y es que después de ver Red de mentiras, uno se retrotrae un tanto hacia el universo del espía gris y desengañado, muy alejado del glamour de James Bond y muy cercano al mundo de decepción que tan bien sabía describirnos John Le Carré. El espionaje es un oficio cuajado de mentiras, de jefes que no dudan en abortar lo preparado, de presiones procedentes de no sabes quién, de desiertos que sólo guardan oasis de fuego y destrucción mientras en una guerra interminable, el enemigo se acomoda, se asienta y se adapta a las dificultades y entonces es cuando se deja de utilizar el correo electrónico, los móviles y cualquier otro cacharrito del progreso y, claro, es ahí donde los países hiperdesarrollados encuentran apuros. Las guerras largas no son soluciones. Son problemas.
El problema en esta ocasión es Oriente Medio y la solución, desde luego, no son los americanos. Hacia esa dirección apunta una película que tiene una de sus principales bazas en Leonardo di Caprio, un actor que, entrando en la madurez, está dando muestras de que sabe muy bien lo que hace (y que, por esta vez, se merienda con patatas fritas a Russell Crowe) y que aporta un rostro, un gesto y una expresión al típico agente de campo que suele tener las manos atadas porque arriba, en las oficinas de Langley, Virginia, no suele haber mucha confianza en los árabes. En ningún árabe, sin excepciones.
Cabe destacar también, el excelente trabajo desarrollado por Mark Strong en el papel del jefe de la inteligencia jordana, un hombre que, sin abandonar su elegancia, sabe esconder sus cartas y actuar por encima de prejuicios, con profesionalidad y que tan sólo exige a cambio sinceridad. Aún así, es un veterano en el oficio y sabe que el culpable no es el que soporta la pirámide del poder, sino que, algunos peldaños más arriba es donde está el verdadero peligro personificado en cualquier chupatintas que se parapeta detrás de un despacho, lleva a sus niños al colegio y cree que sus dotes son superiores a cualquier otro que no piense como él. Un hombre odioso con el que compartir pasillo aunque haya puertas de oficina de por medio.
La dirección de Ridley Scott se caracteriza siempre por unos cuantos planos brillantes, unas ciertas dosis de trucaje argumental que no terminan de funcionar, un uso certero de la cámara documental (sí, cuando la cámara al hombro está justificada por la narración incluso me parece un acierto), una ambientación siempre perfecta, el presentimiento de que dos días después de ver la película sólo quedará un vago recuerdo en la memoria (lo mejor que ha rodado Scott en los últimos años ha sido Los impostores y, por favor, si tienen algo que decir a favor de Gladiator mándenme un correo a la Vía Apia, allí me encontrarán) y un continuo intento por llevar más arriba una historia que nos viene tirando un poco de la sisa.
En cualquier caso, aceptable intento que nos sumerge con aires de verosimilitud en el mundo destrozado en el que hemos convertido el objetivo de nuestros desvelos. Los musulmanes fundamentalistas odian y odiarán siempre a los infieles. Los cristianos y los judíos fundamentalistas odiamos y odiaremos siempre a los infieles...Y las víctimas del mal reaccionarán siempre con el mal, intentando que todo quede arrasado mientras todo es destruido. Quizá la solución no sea sólo alejarse de quien trabaja para nosotros, sino tener la certeza de que el amor no es algo que esté hecho para los espías que vinieron del calor. Incluso este artículo puede que sea un mensaje cifrado...¿o no?.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Escribiendo cine: Los duelistas, RIdley Scott.


Basada en la obra del mismo título de Joseph Conrad.
 
 
Una ofensa jamás lavada. Una espada sedienta de sangre. Un galopar de furia hacia la muerte. Una bala que se desvía en el rocío del amanecer. Un imposible juego de búsqueda y encuentro en lo que queda como deuda de honor, terrible castigo para quien no puede vivir sin cuentas pendientes. La mirada en el hielo cuando el final se cierne por culpa del impasible y tenaz frío. No hay lugar ya donde posar los ojos porque el romanticismo pasó y la época de la ofensa sólo es una reseña en un libro de historia. Una piel que desearíamos acariciar a pesar de la lisis que nos hiere en el alma. Una resurrección que es tan sólo el fugaz capricho de un general con ansias de Europa…
Los duelistas es una película dirigida por Ridley Scott en la que puso en juego un estilo en el que sobrevolaba el refinamiento rojo de la sangre sobre el verde de los campos de batalla. Con un estilo cercano al manierismo pero sin caer nunca en lo aburrido, Scott construyó con éste su primer largometraje, una obra maestra sin aristas, tan pulida como el filo de una espada rasgando el aire en busca de la carne que ser hincada. Su película es pura fineza combinada con el siniestro rastro de una venganza nunca concluida.
Luego, ya vendrían otros tiempos pero aquí, cuando medio mundo suspiraba por un cine de estética decididamente feísta (que él no deja de recuperar en su última película estrenada, una buena película en la que faltan algunos elementos de sabiduría), un cineasta que nadie conocía apostó y arriesgó por una historia que habla sobre el honor, sobre el odio encebado, sobre la capacidad de amar y la incapacidad de apreciar, sobre el día que siempre mira hacia delante y la noche que no deja de ser el reposo del detrás.
El trampolín fue perfecto. Además de arrancar rigurosas interpretaciones a Keith Carradine y, sobre todo, a Harvey Keitel (una de las especialidades de su cine es la de, precisamente, saber extraer lo mejor de sus intérpretes), Scott pone en juego una dirección medida, exacta, un ataque de granaderos en campo abierto con precisión de redoble. Nunca adaptar a Joseph Conrad fue un trabajo fácil (que se lo digan al éxito de Francis Ford Coppola en Apocalypse now o al fiasco de Richard Brooks en Lord Jim) y, en esta ocasión, Ridley Scott, con sobrias pinceladas apenas sugeridas, consigue que mantengamos en el recuerdo un duelo que nunca debió de existir. Tal vez porque el aire no merece ser rasgado con la fuerza de las espadas rechinando en el pasar por el vacío que nos rodea.
Así que manténganse a la expectativa, no guarden mucho las ofensas de las que puedan ser objeto, dejen que la historia pase y nos sea contada más que vivida. Los hombres de verdad se baten en duelo con la misma vida de la que, a menudo, huimos…