viernes, 3 de agosto de 2012

Escribiendo cine: La piel que habito, Pedro Almodóvar.

Basada en la novela "Tarántula", de Thierry Jonquet, publicada por Ediciones B.


La piel es el enorme receptor de nuestras sensaciones, de nuestros deseos expresados, de nuestras frustraciones contenidas. Todo se manifiesta a través de ella, como si fuese un altavoz del alma, dispuesta a erizarse ante la emoción, a estirarse ante el dolor, a envejecer lentamente, como las hojas de un libro que se va escribiendo con la pluma del tiempo y la escritura de la vida. El problema surge cuando la piel que se posee no es la que corresponde. 

 Si fuera así, si fuera posible habitar una piel distinta de la nuestra, entonces todos los deseos quedarían taponados por los ruidos sordos de un corazón que pugna por salir, todas las frustraciones quedarían al desnudo pues no se controlarían las sensaciones de la capa en la que nos escondemos, todas las emociones estarían limitadas a las propias del recuerdo y estarían adormecidas por tener que existir dentro de algo que no es más que una burda mentira, un engaño disfrazado de venganza y a través de una película que es un melodrama ligeramente disfrazado de psicología.
Así, Pedro Almodóvar, describe una parábola en la que está particularmente interesado y claramente entusiasmado pero parece que se le desfleca la trama al recurrir a un flashback que se podría haber ahorrado con una simple explicación. En el momento en que mete esa marcha atrás, todo se le cae en picado, hundiéndose en un profundo bache narrativo que bucea en elementos entresacados de El coleccionista, de William Wyler; de Vértigo, de Alfred Hitchcock; y de El silencio de los corderos, de Jonathan Demme y, sobre todo, por Los ojos sin rostro, de Georges Franju. Y aunque se mueve en los terrenos del absurdo sigue obsesionado con sacar adelante una historia que se aleje del melodrama y que no consigue realizar. Almodóvar, con su cámara certera, de planos de indudable belleza y de aciertos indudables en la puesta en escena, vuelve una y otra vez a lo mejor y, tal vez, lo único que sabe hacer: el drama sentimental.
Para ello cuenta con un Antonio Banderas que se muestra admirablemente entonado en algunas secuencias y que resulta extrañamente fingido en otras, como no encontrándose demasiado a gusto en el papel, y también con una Elena Anaya a la que se encarga de hacer llorar a discreción y que revela, en determinados instantes, que hay algún aire de excesiva y consciente importancia en lo que hace. En definitiva, ambos consiguen acompañar la irregularidad de una película que acaba por resultar torpe en un planteamiento que sólo comienza a entenderse pasados dos tercios de proyección y que se precipita a un desenlace rápido sin ningún nudo de por medio.
La venganza terapéutica propia de un psicópata obsesionado por revivir a través de cualquier medio los escasos momentos felices de su vida acaba en un inevitable viaje a la locura que convierte a Pigmalión en cenizas, víctima de sus propios sueños de deidad.
No hay nada mejor que unas cuantas costuras para atrapar la verdadera naturaleza del ser humano y condenarlo a vivir una vida que siempre será una falsedad suavemente maquillada de blanco y carmín. La respiración será la misma, la mirada será más sensible y la belleza incluso se hará evidente pero hay algo que no se borra ni con lo imposible visitando el cuerpo. Y lo malo de todo es que también hay algo de simpatía por el irresponsable de turno que no merece más que el rechazo.
 A menudo, habría que cerrar los ojos para intuir, en todas sus dimensiones, cómo cambia una vida si el aspecto fuera diferente.
Tal vez, la sensibilidad fuera fotografía. Tal vez, el equilibrio fuera una quimera. Tal vez, incluso, el asco de un beso podría convertirse en el cielo abierto con la lengua del deseo. Todo parece muy lejano y, sin embargo, hay algo de verdad al fondo. Por muy errado que ande quien dirige, el respeto por el intento no puede ser pasto de una mesa de quirófano.

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