Basada en la novela de Jonathan Safran editada por Lumen.
No hace mucho tiempo un niño partió de su casa en busca de su padre. Dividió toda la ciudad en cuadrículas, organizó sus trayectos, dotó de sentido a cada uno de sus actos, intentó hallar un sistema para que todo tuviera una exactitud matemática y se hizo la promesa de que nada lo pararía, de que su padre le aguardaba con su sonrisa y su oxímoron en alguna parte de su corazón. Tan solo se olvidó de darse cuenta de que su padre se perdió en algún lugar del asfalto por algo que no tuvo ningún sentido. Y Ulises afrontó la tempestad de la tristeza.
Por el camino encontró el cariño, halló la compasión, conoció la dureza, probó la ternura, comprobó coincidencias y llegó a la conclusión de que su búsqueda era inútil.
No había nada al otro lado de la ciudad. ¿O sí? Tal vez supo llegar a la razón del amor, al auténtico sentido de todas las cosas, al disfrute de la libertad, al aplauso silencioso, al día sin ayer, a encontrar un significado en todas las cosas, a descubrir que su padre dejó las suficientes pistas como para que volviera al regazo de la única persona que podría darle todo, como él lo dio. Incluso la más hermosa de las contradicciones.
El peor de los días fue aquel en que todos nos quedamos atónitos viendo cómo unas gigantescas torres se desplomaban por culpa del odio, de la venganza más cruel. Allí murieron miles de personas y otras muchas quedaron afectadas por la peor de las pérdidas. Y nosotros quedamos paralizados. Incluso hubo algunos que sonrieron porque eso pasaba allí, en el país intocable, en la capital financiera del imperio, en el corazón del opresor. Pocos se atrevieron a llamar las cosas por su nombre. Y Stephen Daldry ha hecho una película que ataca directamente a la emoción, que busca la lágrima reprimida que debimos derramar, que bucea sin piedad en nuestras entrañas para decirnos que lo mejor del ser humano es nuestra solidaridad, nuestra comprensión y el cariño que somos capaces de dar porque eso es lo que realmente nos hace inmortales.
En los ojos de un niño se transparentan todas las preguntas que los adultos somos incapaces de contestar. Solo podrá haber sentimientos en común con alguien que ya dejó de hablar pero que mira con sabiduría. Quizá otros lleguen al entendimiento porque la tragedia de la soledad que se expone ante ellos es tan abrumadora que hace que cualquier problema sea superable. Algunos creerán que el abrazo es lo único que pueden regalar. No importa. Somos personas y como tales deberíamos contestar a la barbarie, a toda clase de barbarie, cualquiera que sea su procedencia. Lo que hay de humano en nosotros es la mejor arma para decir a los fanáticos, a los intolerantes, a los asesinos y a los monstruos que nunca nos podrán arrebatar la estela de cariño que han dejado tras de sí todas aquellas personas que sucumbieron a sus desmanes. El heroísmo es esperar el mañana porque, con toda seguridad, estará compuesto de unos pocos gloriosos instantes que no podremos apreciar. El auténtico enemigo es la indiferencia.
Conocer el pavimento del corazón de un padre entregado es sinónimo de serenidad, de recoger sus experiencias contadas y utilizarlas para pasar de niño a hombre. Ellos, los padres, nos hacen, nos dirigen con las pistas a los misterios más fascinantes, nos preparan para el suave aprendizaje del duro vivir. Sus voces se cuelan por los huesos en las largas noches de espera, cuando, absortos, intentamos captar alguna señal que delate que no se han ido del todo sin darnos cuenta de que esas voces son ellos diciendo que nunca podrán irse. La ciudad será un día mejor. La gente puede hacer que lo sea. Solo hace falta espolear un poco el verdadero sentido de la vida. Dar cariño. Tratarnos como personas. Escuchar y decir. Sin el tiempo acosando. Sin la muerte merodeando. Solo siendo niños que intentan encontrar el sentido de una vida que se acaba porque un desconocido, un mal día, decidió matar a todos los que pudo.
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