Basada en la novela "La reina de África", de C.S. Forester
Cuando el sol golpea inmisericorde los rincones del continente negro, no puede haber lugar para los cobardes. Debajo de las malezas, de los mosquitos, de las aguas turbias y marrones que descubren fangales y cocodrilos, de la grasa en regueros flotando en ríos de embarcaciones pequeñas yace una herida líquida que atraviesa el Congo con dos corazones solitarios que se van encontrar para salir de sus cómodos caparazones y que van a realizar una ínfima hazaña que incluirá al amor, a la risa, a la valentía y al desafío permanente de una Naturaleza que luchará por engullirles de manera feroz.
El óxido parece que resbala por ese barquito chiquitito que parecía no poder navegar pero que aguantará lo indecible para llevar a cabo una última ilusión, un último acto de bravura. Quizá por eso hay barquichuelos que son reinas y enormes vapores que no son más que chapas plebeyas. El sol reflejado en los ojos será aliado de los débiles, los rápidos no serán más que aceleradores del destino, las inclemencias de la selva son pequeños obstáculos de una ruta que se antoja maravillosa aunque llena de penas, repleta de sorpresas en lo que es una de las más extraordinarias aventuras que ha dado nunca el cine.
John Huston supo el material que tenía entre manos y quiso dar un aire épico a la sencillez, con excepcionales toques de delicadeza que se convierten en tazas de té de salón en plena jungla. Su pericia hace que tengamos a la misma magia en forma de película, con juegos de manos que no dejan de sorprender por muchas veces que se vean. Detrás de la cámara, parece que hasta las aves tropicales se ponen de acuerdo para dar sus gritos y cánticos en el momento justo, haciendo que toda esta historia sea pura maestría, verdadero arte y gozo en jarras inclinadas como cascadas.
Katharine Hepburn dio vida a esa solterona imposible, de una sola idea en la cabeza, de enormes sentimientos adormilados que sólo pueden despertarse después de un buen lingotazo de aceite de máquina, figura de cristal que parece que el sol no quiere herir y que el agua ruega por acoger. Ella es actriz con mayúsculas, ella es un poema de interpretación y de sabiduría. Pocas veces una mujer ha estado tan brillante en un papel que parece abrirse paso entre las lianas que, también ellas, parece que ruegan por un abrazo.
Humphrey Bogart es el borracho y el héroe, el que habla con los ojos y luce con la sonrisa, el que sabe que el viaje es locura y el amor es razón, el que tiene un estómago que parece una caja de ruidos y un hígado a prueba de ginebras. Versátil y adorable, Bogart consigue aquí uno de los mejores papeles de su carrera, con una múltiple variedad de registros que lo convierten en maestro en el arte de fingir, en careta cambiada con la facilidad de la transición sabia, feliz, gracioso, dramático, sufridor, atractivo, soñador y muy, muy perdedor. Tanto que sabe que no puede vencer.
Los tres son los pasajeros de La Reina de África, un barquito insignificante que surcó las cristalinas aguas de la imaginación y de la más deliciosa de las odiseas.
César Bardés
No hay comentarios:
Publicar un comentario