viernes, 15 de junio de 2012

Escribiendo cine: "Deseos humanos", Fritz Lang.


Basada en la novela de Emile Zola “La bestia humana”. 



 Los abismos que trazan las curvas de una mujer están marcados por las vías del destino. El regreso a casa, que se prometía inundado de la tranquilidad y monotonía del ruido de un tren, se convierte en un infierno porque ella es de esas mujeres que devoran las entrañas, que te hacen soñar con lo que hay debajo del vestido, que sugieren a tu imaginación la posibilidad de volar y descender por toboganes de prohibición, por vicios de una vida que no lleva a ninguna parte. Ella es una vía muerta pero no se puede evitar querer viajar por sus raíles. 

Por otro lado, la brutalidad del estúpido consigue que podamos creer que el asesinato es justo porque detrás de las cámaras hay un maestro del calibre de Fritz Lang que consigue que el espectador se coloque en el lugar del héroe. Matar está mal pero…quizá en esta ocasión puede que no esté tan mal. Y el premio es tan suave, tan oscuro, tan atrayente que no puedes cambiar de aguja. Las traviesas son tus baldosas y el acero más querido es el de los labios que deseas.

 Chantajes, ofrecimientos, insinuaciones, felicidades que no se saben ver porque el corazón tiene los ojos vendados y dormidos. La pasión te conduce aunque hayas estado en el frente, matado a algún enemigo que otro y soportado la tensión de un combate que ponía en juego tu vida. Tu vida, maquinista. Esa misma que te estás jugando con esa mujer. Esa misma que comienza a ser noche teñida de humo de ferrocarril. Los deseos humanos son disculpables pero el problema es que ese deseo está por encima de lo humano. No es pagar un precio por poder amar. Es pagar muy caro el privilegio de ser cruel. 

Y es que Gloria Grahame tenía en su rostro de porcelana y su cuerpo de pecado la virtud del vicio oculto. Era una actriz capaz de despertar nuestro lado más perverso, más incómodo. Tal vez porque su mirada (que en la realidad se escondía tras unas enormes gafas) descubría partes de nosotros mismos que ignorábamos poseer. Ella empuja parte de nuestros estómagos hacia el precipicio y hacia la aviesa sexualidad. Por eso también es tan creíble que un hombre cualquiera, con rostro de uno más y aire de normalidad como Glenn Ford caiga irremediablemente entre sus brazos mientras que otro hombre, hecho de rincones y aristas, con ráfagas de violencia en el rostro, de cobardía en el pensamiento y de sabiduría interpretativa como Broderick Crawford se pierde en los callejones de la ignorancia buscada y de la sugerencia provocativa. Al fin y al cabo, no puede doler aquello que se ignora. O eso creen muchos. Todos tendrán que cruzar los caminos de hierro del destino que extrañamente somete y sojuzga y el resultado no puede ser otro que el de una obra maestra que levanta chispas a su paso. Como las ruedas de un tren imposible de detener. Como las tranquilidades perturbadas por una falda demasiado estrecha y un beso usado por unos labios que hacen descarrilar con la grasa de su piel humedecida.

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