viernes, 1 de junio de 2012

Escribiendo cine: El cartero siempre llama dos veces, Tay Garnett.

EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES 

 Basada en la novela del mismo título de James M. Cain. 

 Recorrer con la vista el cuerpo de una mujer escondido tras la piel de un ajustado suéter es un descenso prolongado hasta los infiernos oscuros y rizados de la pasión. En el abismo del placer, sólo puede haber un crimen de por medio, execrable y oscuro, oculto en las grietas de la tentación y conducido por carreteras y valles de carne por la que aúllan dedos de hambre y caza. Cuando se emprende ese camino, el rastro es demasiado fácil de seguir porque las huellas del deseo son aún más claras que las de los pies. Y el culpable siempre tiene la mirada extraviada, descolocada, inmersa en la nada porque delante de sus ojos sólo hay el color blanquecino del monte que ha querido escalar, allí donde el placer se abraza, extenuado, con lo prohibido. El cartero siempre llama dos veces. Una, para abrir las puertas del pecado. Otra, para llevar al umbral del patíbulo. 

Es fascinante comprobar cómo con la sugeridora puesta en escena se consiguen muchos más resultados dentro de una imaginación que tiene que rellenar los huecos donde ocurre lo que es evidente en los alrededores del desenfreno. Lo demás no deja de ser un exhibicionismo que resultaba más blanco de harina y menos negro de desarrollo. Me estoy refiriendo, naturalmente, a las diferencias que existen entre esta versión de 1947, con John Garfield y Lana Turner, y la de 1981, con Jack Nicholson y Jessica Lange. Y aunque la primera es en blanco y negro y la segunda es en color, hay que reconocer que no hay color y que es mejor el blanco y negro. 
Y es que un hombre arrastrado hasta los agujeros más inhóspitos de la depravación tiene que caminar siempre por el borde mismo del asesinato para poder seguir disfrutando de una fortuna que el destino se ha encargado de negarle una y otra vez. Una parada en un sitio inoportuno, una mujer que parece que lleva marcado el cadalso en sus curvas y entonces es cuando todo comienza encajar. El destino, se retira. Aparece la parte final del sendero, sin bifurcaciones, sin salidas de emergencia. Todo está ya escrito en el movimiento de la carne entre las manos, en la caída leve de unos párpados que parecen hablar como labios. Y todo se pone tan tenso en las arrugas del hombre que no queda más salida que agachar la cabeza y ser presa de un silencio teñido de sangre. 
Así, hombre y mujer, pecador y pecado, isla y mar, suben juntos a un autobús del que no pueden bajar. La última parada es el cementerio. El miedo se instalará en sus miradas, antaño seductoras, y la desconfianza terminará por realizar una aparición estelar presentada por una moral débil y en trance de hundimiento. Sólo la muerte es capaz de entablar un combate con el deseo y es muy difícil saber de antemano quién va a ser el ganador. Las telas de los trajes parecen cansadas en un mundo que se desmorona, asediado por los fracasados y por los que no tienen el cobijo de la seguridad en cualquier valor. Es lo que ocurre cuando la crisis de valores asedia a la gente. El crimen comienza a estar justificado y esa justificación muy bien puede ser la voluntad de ser arrastrados hacia la perdición. 

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